Enrique Arias Vega / A CONTRACORRIENTE
Que me aspen si entiendo esa tonta manía de inundar las redes sociales con fotos de nuestros hijos y de nuestros nietos.
Contradictoriamente, nos desgañitamos, por una parte, en defender los derechos individuales; el primero de todos, la privacidad personal. Por otra, nos pasamos por el arco de triunfo ese derecho al colocar en la red imágenes muchas veces ridículas de nosotros mismos y de nuestro entorno, al alcance de cualquier persona y con cualquier intención.
¿Cómo vamos, pues, a educar a nuestros menores de edad en el respeto y la protección de la intimidad y la privacidad personales cuando nosotros somos los primeros en vulnerar dichos valores?
En teoría, y según la ley, “los menores tienen derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”. Tanto es así, que los profesionales de los medios de comunicación se tientan muy mucho la ropa antes de sacar la figura de un menor sin permiso de sus padres. Es más: suelen tapar o pixelar su rostro, incluso en las situaciones más inocuas, aun a riesgo de hacer menos inteligible la información de que se trate.
Todo, antes de que les caiga un puro legal por el uso indebido o expuesto de la imagen del menor. En su prevención, los medios hasta velan el rostro del niño o niña, aunque haya muerto y ya no tenga, por desgracia, derechos que preservar.
Por eso, resulta hiriente y paradójico que quienes más obligación tienen de respetar y proteger la imagen de los pequeños (sus padres, parientes y tutores) sean quienes más la exponen a su utilización inadecuada o incorrecta por parte de cualquiera: desde la exhibición de circunstancias grotescas hasta su posible utilización por grupos criminales o pedófilos.
No se trata de ninguna exageración. Menos, todavía, si se tiene en cuenta que la pervivencia de esas imágenes en la red es permanente y que su difusión resulta incontrolada. Por eso, caso de producirse luego el arrepentimiento, nos encontramos ante un hecho definitivo e irreversible.
@EnriqueAriasVeg
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