Control

Susana Gisbert

Tranquilidad. No voy a hablar otra vez de los peligros de controlar a la pareja. O no solo de eso. Y tampoco de una marca de preservativos ni nada relacionado con ello. Tendrán que seguir leyendo si quieren saber de qué va la cosa. Aunque no es difícil.

En los últimos tiempos el control se está convirtiendo en una forma de violencia. Es tan fácil en la sociedad actual vigilar a alguien, que llega a ser incluso difícil no caer en ello. A los hijos, a la pareja e incluso a los subordinados de un jefe sin demasiado escrúpulo. Las redes sociales lo ponen fácil. La inconsciencia de unos o la falta de escrúpulos de otros hacen el resto. O ambas. O, simplemente, las ganas de tocar las narices, que todo vale.

Siempre he creído que la intimidad es un bien irrenunciable. Y que todos tenemos derecho a ella, seamos pareja, hijos, amigos, padres o jefes. Jamás se me ocurriría espiar los mensajes de un móvil, como no se abrían nunca las cartas que no iban dirigidas a una. Salvo, por supuesto, sospecha de algún peligro. Pero entiéndase por peligro algo fundado y real, no la mera intuición de una infidelidad o las ganas incontrolables de saber si mi niña tiene novio. Cuesta, lo sé. Pero hay que atarse los dedos antes de entrar en terreno prohibido. Y tener muy claro cuando hay una razón poderosa para traspasar ese muro.

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Pero hay más tipos de control. Escudriñar lo que los demás hacen en redes sociales, por ejemplo. Siempre que el nivel de privacidad lo permita, la cosa es lícita. Pero a veces es difícilmente entendible como alguien puede pasar su tiempo observando los movimientos en redes de personas a las que no une nada. Simplemente, para controlar lo que hacen, y buscar el momento para criticarlo y hasta para atacar. Algo que se asume cuando uno decide abrirse una cuenta pero que a veces le da ganas de cerrarla.

En otros casos, a quien se controla es a alguien conocido. Dónde va o con quién, por qué no me avisó, qué hacía allí y qué no hacía. Cuesta interiorizarlo, pero parece que hay personas que solo saben vivir las vidas ajenas. Y, en el otro lado, hay quien no sabe vivir si no es a través de las redes sociales. Y así todos sabemos dónde fue o qué merendó, con quién estuvo en cada momento o qué ropa se puso. Demasiada información, en muchos momentos. Ni calvo, ni siete pelucas.

Es estupendo vivir la vida y compartir lo que sea digno de compartir. Pero no hay que pasarse. Ni tampoco aprovecharlo para otros fines, y menos para marcar el terreno a nadie. En las redes hay oxígenos. Y fuera de ellas también. Respirémoslo.

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