Tino Carranava
Nos diagnostican una suerte de pasión golosa. De dulce humilde se encumbra como «delicatessen» perseguido por gastrónomos reposteros.
El enigma de las torrijas, como dulce de pan con voz propia, tiene una respuesta, a la vez sencilla y profunda. Saturados de buñuelos, tras la semana fallera, nos reciclamos para recibir su presencia superestelar. Colapsados, reseteamos los paladares para aproximarnos al furor goloso que llega. Las viejas costumbres siempre tienen cabida.
Intentamos averiguar cuál es el secreto de las torrijas tras cinco siglos de vida. De dulce humilde y popular se encumbra como «delicatessen» perseguido en pastelerías por gastrónomos reposteros.
Con la llegada de la Semana Santa decretamos el estado de alerta golosa. Sobremesas «salpimentadas» de intensos dulces donde destaca la poderosa torrija. Se eleva la tensión dulce entre paladares, nos enfrentamos a una grave crisis, qué postre elegir. Como entregados costaleros golosos no dejamos escapar ningún postre por el sumidero del universo repostero.
La torrija no es tan fiera como la pintan, tiene miles de amigos. Nos apabulla, se abalanza sobre nuestros paladares. Nos emociona como dulce recuerdo de la ciencia culinaria de las abuelas, como queda dicho y demostrado en múltiples sobremesas familiares. Descubrimos la «nueva» torrija. Sin tirar de manual. Somos esbirros del dulce y como tal actuamos en consecuencia. Legionarios del imperio goloso de la Cuaresma, defendemos a la torrija frente a las hordas de postres importados.
Los dulces no son un género menor de la gastronomía, todo lo contrario, todas las voces gustativas lo ejercitan. Las torrijas son devoradas durante sobremesas sin fin por una orquesta de paladares bien acompasada, mientras retumban en nuestro estómago los aplausos, «in memorian» de las abuelas reposteras, que interrumpen la degustación.
Nos diagnostican una suerte de pasión hacia las torrijas. Atisbamos la llegada de una remesa de torrijas caseras y nos apresuramos a colocarnos tras el mostrador. Su presencia nos provoca un conato de cólico retinal.
Amparados por el sutil sentido común degustamos una apretada agenda golosa, sin abusar, hay tiempo para todo. Tratamos de identificar la torrija ejemplar. Ocupamos la primera línea del frente repostero para caminar delante del resto de compañeros y así detectar las minas colocadas por el mal gusto. ¡Qué feliz tortura! Endeudados de sabores nostálgicos, nos aturdimos visualmente al ver la bandeja de torrijas «media no, una docena». Bajo esta encrucijada rendimos tributo a nuestra protagonista con rituales de consumo moderado.
«Están de cine»
Intensos dulces coinciden en la cartelera gustativa durante la Semana Santa. Aunque siempre están presentes, ahora cobran un especial relieve. Su proliferación, nos remite a que hoy, pese a todos los postres franquiciados, no se olvida la esencia del dulce clásico y tradicional. Aplacamos la memoria, remontamos la nostalgia, con dos milagros en forma de torrijas. Sentenciamos: «Están de cine». Después de probarlas, nuestro afecto gustativo, se vuelve veneración.
Cualquier torrija merece una buena interpretación, pero con especial atención creaciones comprometidas como la torrija rellena de crema, la de té verde o la bañada en chocolate o miel.
En algunos restaurantes las sirven con nata y fresas, y hay quien se ha atrevido a hacer torrijas saladas. Los puristas nos anuncian que no se hacen responsables de los excesos cometidos durante experimentos fallidos. Pero esto es otra historia.
Las costumbres golosas no prescriben. Aunque la sombra del colesterol es alargada, huyan del apocamiento forzoso. Eso sí, eviten toparse con la peor y más sobreactuada versión de la torrija.
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