Soberbia

Noe Martínez / Pecados capitales

A la vida le faltan horas para poder echarte de menos tanto como lo hago. Hay días, otros no tanto, en los que antes de despertar, ya te quiero a mi lado con la misma intensidad con la que sé que ya no estás. Y hoy es uno de esos días chungos, en los que me sé el calcetín sin pareja, siempre arrugado, quizá incluso del revés, a la espera de que alguien se fije en que no sé andar solito, no siendo que conozca a un cojo que me necesite, y no repare en mi estampado imposible, en lo cedido de mi elástico o el pequeño agujerito ya cada vez más evidente, y que, sin duda, hará que un dedo gordo asome, más temprano que tarde. Un dedo gordo con solidaridad de cojito, que pondrá en valor que yo, calcetín con pelotillas y costuras deshilachadas, aun soy capaz de abrigar cuando llega el frío, evitando recordarme que no soy el plan A, sino un plancito, fruto de la casualidad y de la soledad del pie equivocado.

Hay que seguir adelante y pasar página. Hablan de mí, de ti y de lo nuestro como si fuésemos un libro de recetas, ya obsoleto. Hablan de nosotros como si lo nuestro fuese un furúnculo emocional al que hay que poner cataplasma para que no se vea, no se note y no traspase. Que este trasatlántico de locura y amor en que remábamos en dirección contraria, uno contra otro, sin sentido y braceando por no gritar a tomar por culo la tormenta, no llegase a buen puerto, no tiene más culpable que lo hiperbólico de nuestra manera de amar. A por todas, sin medida, sin remedio. Dos corazones en paños menores, ajenos a lo colosal del golpetazo final. Sin descanso del guerrero, porque entre nosotros nunca hubo espacio para más aire que el que compartíamos, labio con labio, piel con piel, mi cuerpo bailando la melodía de una mano, la tuya, que aun huele a mí; y eso, lo sabemos los dos.

Poner final a lo que vives como lo único, es una herida que no termina de curar nunca porque por mucha costra que te salga, la pupa sigue estando debajo. Me hago a la idea de que es verdad, que estar juntos era una idea disparatada de ser feliz, a ratos explosión, a ratos paz, a ratos luz, a ratos penumbra de bombillita de 20w. Y aun así, esa rudimentaria manera de construirnos en común, aun me sabe bien. Cierro los ojos y este fracaso en el que sin duda estamos avocados a vivir mientras tengamos la sensación de que podemos pegar los pedacitos rotos, es tan denso como un mar de gelatina. La amalgama de culpas y miedos a no volver a verte me engullen. Quiero avanzar, darle a los brazos y las piernas, cual escualo del medio del Atlántico, pero no encuentro la forma. Las extremidades me pesan tanto como la pena de saber que no voy a volver a verte. Morir de amor, sin duda, debe ser esto. Amar a lágrimas llenas, a gritos desesperados de por favor, dime que no, que sin mí, no. El que diga que el silencio es calma, es que nunca ha amado con la certeza de que ya no hay nada que hacer. La locura sólo tiene una cura, y esa lleva tu nombre. Dime que no, que sin mí, no.

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Quererte con rueda de perfil bajo, intentando que el daño sea colateral y digerible es un arte en el que intento coger soltura. Pero he de confesar que ni sé, ni me gusta. Porque yo soy de todo o nada, blanco o negro, Cocacola o Pepsi, la pasta con tomate y muerte al Ketchup. De ahí que intentar dosificar el fuego que es recordarnos en todo su catapum, hace que odie el temporizador que me he instalado en el pecho. Puedo darme al placer de pensar en ti, de regodearme en la expresión nosotros, en evocar el olor de tu cara recién afeitado, pero sólo puedo hacerlo un instante; si persisto en este placer infinito, empiezo delirar en espiral, sintiendo como me empapa un inesperado ciclón de tréboles, pero ninguno de ellos de cuatro hojas. Todos sobre mí, acariciándome el alma, maldita, tan repleta de te echo de menos, que no hay sitio para más plegarias que el empecemos de nuevo.

Cuando alguien me dice que tengo que recomponerme, que darme cuenta de que no todo se acaba porque el amor se haya ido al carajo. Cuando alguien me sugiere que vaya a clase de Aqua Zumba a quemar la multitud de dardos mortales de mis no puedo más. Cuando llego a casa y me recibe otra vez una mesita con dos sillas, y como las abuelitas a las que se les muere el gato y aun así le ponen su latita de Whiskas, yo acaricio el respaldo de la tuya cada día, imaginando que es tu espalda descubierta, recién salido de esa cama que sigue siendo nuestro terreno por derecho y amor propio. Cuando alguien me dice que tengo que olvidarte. Que prueben ellos a arrancarse un brazo, a bocajarro y sin previo aviso. Si años después quisieran abrazar al destino con fuerza, que me digan si no echarían de menos poder hacerlo también con la extremidad perdida.

Cuando alguien me dice que tengo que olvidarte, pero se olvidan de decirme cómo…

www.noemartinez.es

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