El frío a mí nunca me molestó

Noe Martínez/LIVING LA VIDA MADRE  – Sugerencia musical, ‘Suéltalo’, BSO Frozen

Odio el carnaval. Vale, ya está dicho. Lo odio desde pequeña, porque ser gallega e ir con el ombligo al aire, cual diestra bailarina de la danza del vientre, siempre fue tarea imposible. Por más que rogabas, que te hacías la loca con el frío+lluvia+viento que imperaba en esta época del año, mi mamá, hoy venerada abuela de mis niños, decía aquello de:

– ¡Pero tú estás loca o qué, que coges una gripe que no te la quito en mayo…!

Y claro, las gripes que no curan hasta mayo, cursan con moco, fiebre, malas noches, dolores generalizados y mimos a lo loco. Las gripes que no curan hasta mayo son la caca de la vaca, sobre todo cuando eres pequeña y quieres ponerte tu traje de odalisca, toda envuelta en tules y danzar y danzar y danzar, calle adelante, para que todo el mundo sepa que, si te dejan, no hay frío que te detenga.

Pero menos mal que para eso están las mamás sensatas, para recordarte que, como mucho, puedes ir disfrazada de hada estrella, con tu jersey de cuello vuelto por debajo y unos buenos panties de lanita fina, que abrigan, lucen y dan esplendor. Tú no quieres jersey de cuello vuelto. Tú no quieres panties de lanita fina que abrigan, eso sí, pero ni lucen ni dan esplendor. Tú lo que quieres es ir medio en pelota picada, porque en alguna revista has visto que en algún lugar se puede ir por la calle en bañador con lentejuelas. El sitio en cuestión no te suena, pero sabes, seguro, que no es en tu ciudad, porque sino de qué aquellas chicas iban a ir con los abdominales descubiertos: ¿no tenían una mamá que les pusiese el jersey de cuello vuelto y el panty de lanita fina…? Ahí, queridos míos, comenzó mi andadura como Carnival Hater.

–  Yo quiero ir molón, no todo tapado, qué te crees…

Tres décadas después, la historia se repite, pero ahora soy yo la que está del otro lado, al mando del jersey de cuello vuelto y el panty calentito, y mis niños más allá de la frontera ideológica de la razón. A ellos les importa un pito, o quizá pito y medio, que a mí me espeluzne la idea de que se pongan malitos por ir de paseo, a lucir palmito cual Spiderman 2.0 o amoroso Pepito Grillo, con sus cuernitos y su elegante levita. A ellos, al igual que a los niños de los lugares en los que el clima no les entumece el buen humor, les apetece ir por la calle sin sensación de ir forrados en corcho, lanzar tela de araña azul a tooooodoooo lo que se menea, y hacer cricricrí a cualquier grillita linda, con apetecibles mofletes que se nos cruce por el camino. Pero, Galicia es la borrasca en el país de las maravillas…

– Frío, caca… – Musita Nicolás, enfadado, mirando la ventana del jardín.

– Ya… – M*erda, me veo reflejada en su chasco climático, vaya – Mira, tengo una idea…

– ¿Tu idea tiene jersey de cuello alto…? – Nicolás no quiere hacer un chiste: les Luthiers tampoco, y ese es el secreto de su éxito.

– Noooo… – Cojo a Lorenzo en el regazo, intentado zafarme de su enésimo mordisco – Vamos a ir al bazar a ver qué disfraz calentito encontramos para el bebé, que podamos meter por debajo un chándal y que no coja frío, ¿qué te parece…?

– No me parece nada, porque eso no es una buena idea, eso es un recado… – Nicolás 1 – Mamá 0.

– ¡Que sí que lo es, en serio! – Me río, porque está enfurruñado supermil, y eso hace que sus ojos enoooormes parezcan dos botones de abrigo de abuelo – Le cogemos un disfraz calentito al bebé y así podemos salir un poco a la calle.

– ¿¡Al parque…!? – Emoción superlativa. Sonrisa, aún con mofletes apucherados, pero con cierta animación.

– A donde quieras: ¡tú mandas, Spiderman!

Así que, después de una hora y media intentado salir de casa, el padre y yo metemos a los dos niños en el coche (con la sillita, la capota de plástico para la sillita, el bolso del cambio, la mochila de la merienda, los abrigos, los paraguas, un par de zapatos de repuesto para cada uno, por si los charcos son inevitables…) y nos vamos al bazar chino más grande que conocemos. Lo de grande es importante porque intentar mover un carrito por los angostos pasillos, abigarrados de cosas inverosímiles, debería ser considerado deporte olímpico. Por el camino, Spiderman y el Pepito Grillo protestan una y mil veces:

– ¿Yaaaallegaaaamoooooos…? – El mayor.

– Otóóótudeeeelsaaaaheeeeeotóóbuáááááh… – El pequeño.

– ¿En serio es necesario que vayamos los cuatro y el carrito, cual Amish, al p*to bazar chino? – El padre, sabiendo la media hora que se nos avecina, ya está en tensión nivel Chispum

– Túloquequiereesquemecomaeltigreeeequemecomaeltigreeeeeemisangreestábuenaaaa… – Me dejo ir.

– No me parece un buen ejemplo para los niños que te rías del padre de esa manera… – Ironía, sutil manera de mandarme a paseo.

– Que no, que es la radio… – Señalo reproductor de CD del coche: ¡Folclóricas Arrepentidas, os debo una!

Tras diez minutos de nerviosismo nuclear, llegamos al almacén. Los niños no se bajan del coche, se tiran. El pequeño, que aún no sabe quitarse el cinto (a Dios gracias…), mira cómo lo hace su hermano y sé, tengo la certeza infinita de que es un aprendiz de escapista. Observa y retiene con minuciosa atención cuáles son los pasos para la liberación (presionar el botón rojo, dar brazadas como si espantases avispas y salto de trampolín hasta la alfombra: voilá!).

– Mañana hay que ponerle al cinto de Lorenzo una brida o un candando de castillo medieval: se fuga de la silla antes de llegar a la guardería.

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El padre, al igual que yo, se cosca de que el pequeño es un mini Chapo Guzmán, y que le falta destreza, pero fuerza y tesón le sobra para ¡pies, para qué os quiero! Los dos meneamos la cabeza, pensando, al unísono y en silencio, que los líos, cuando hay hijos, nunca dejan de sorprendernos. Para cuando conseguimos sacar a los niños y ponerlos a cubierto, bajo el minúsculo toldo del bazar, empieza a llover, pero llover de verdad. A llover como no se recuerda haya llovido desde el tinglado de Noé y su arca de las citas a ciegas (tanta pareja de animales, ya me diréis…). Llovía de arriba, de abajo, de izquierda a derecha, en tirabuzón y heeeey, Macarena. El paciente padre, que justo estaba montando el carrito cuando aconteció el segundo diluvio más molón de la historia, intenta darse prisa, pero para qué, si ya tiene la espalda tan empapada que recuerda a una Spontex. No quiero decir nada que perturbe su ritmo, pero se me adelantan…

– Papito, hombreyá, date prisa, ¿no ves que te estás mojando todo? – Nicolás imposta tono e adulto sabiondo.

– Nicolás, hijo, deja a papito, que ya bastante tiene, el pobre… – Acaricio la cabeza del bebé, que no entiende por qué no puede lamer el escaparate del bazar, que está lleno de chorretes asquerosos que le parece súper apetecibles.

– No me digas ‘déjalo’, que es una ordinariez, mamita… – El que va de mayor, sigue en su roll.

– ‘Déjalo’ no es una ordinariez, ‘déjalo’ es el imperativo de ‘dejar’, se puede decir… – Informo al señor Castro Martínez, que se había comido a mi hijo Nicolás.

– ¡No, no…! No es un ipelativo*, es una cosa fea que me dices para que me calle, y decirle a alguien que se calle, es una ordinariez…

¡Dale, que ganas! Y tal cual. No se dice cállate, se dice silencio, una de mis monsergas maternales más empleadas cuando se pone en Niño J*dón Modo ON. Qué culpa tendré yo de estar educando seres tan listos, con inteligencia normal, pero listos como pocos. Ains. Lo dicho, dale, que ganas. Ya lo has hecho, bribón.

– ¿Por lo menos le habrás puesto a papá un jersey de cuello vuelto y unos panties de LanitaFritaaaaa…? Es que está muy enfriado, por si no lo sabías…

Y el padre y yo nos reímos tanto y tanto y tanto, porque ‘lanita frita’ es muy  g-r-a-n-d-e, como grande es que Nicolás nos emule, recordando que es invierno, que hace frío, que no podemos salir a ver las carrozas de carnaval porque podemos morir de un sabe-Dios-qué si no nos abrigamos como para ir a Siberia; que mamita no haya embutido a papá en miles de capas para ir al bazar chino, es intolerable, un olvido a la altura de mandarlo al cole en chándal el día de uniforme de botones (sudores me entran: sólo me pasó una vez, me lo recuerda cada mañana, pobre).

– ¡Venga, que ya estamos listos…! – El padre, que tiene más agua encima que lago Ness, no protesta, ya para qué. Sólo quiere entrar en el bazar.

– ¿Y tú de qué te pides el disfraz que vamos a comprar, papito…? –  Nicolás evita ponerse del lado de su padre, porque está tan empapado que le da cosa.

– Yo de nada, ¿no ves que voy de Bob Esponja? – El padre se ríe – Llevo tanta agua encima, que parece que acabo de salir de Fondo de Bikini.

– Vale, pues yo soy Arenita… – Apostillo, sujetando al bebé para que no me arranque a pellizcos una oreja.

– Vaaaleeee, y Lorenzo es Patricio, qué bien lo vamos a pasar…

Tras un épico e inenarrable paseo por el laberinto del bazar, excuso decir que, POR SUPUESTO, nos fuimos hacia la caja con una pecera de plástico esférica (mi casco de Arenita), no sin antes montarla parda con el dependiente, para hacerle entender que queríamos un gorro de chinito para el bebé, para el que habíamos escogido una casaca y pantalones amplios (chándal por debajo, no se me olviden) con un estampado tan rojo y tan oriental que recordaba a un mantel de restaurante ad hoc.

– Pero chino, de chino de carnaval, no de que chino normal, así de habitante de la China, como eres tú, ¿me entiendes…? – Hay jardines en los que sé no debo entrar, sin embargo, ahí voy, a puerta Gayola.

Ñacañaca, la cigala, ¿complendes*?, anuncio ya para los anales de recuerdo si eres la generación EGB. Bien, el dependiente del bazar lo pilló al vuelo (el business es el business…) e incluso esbozó una sonrisa ante mi momento Chiquito de la Calzada, oda al despropósito ocurrente. Pero no fue nada comparable al que vendría a la hora de pagar…

– ¿Tú eres chinitoooo de verdaaaad…? – Nicolás asomando el flequillo, con las manitos en el mostrador – ¿Y con los ojos así de pequeñitos, como puedes ver si llega un dragón por la derechaaaa…?

– ¡Toma, toma…! – Doy un billete al dependiente- Sobra poquito, quédate con el cambio…

¡Y tira millas! Antes de que el oriental-no-veo-dragones-por-derecha nos echase de allí a chinesas h*stias, nos fuimos los cuatro, la sillita del bebé, la pecera-casco de Arenita, el disfraz de chinito, pero chinito de carnaval (ay, mamá, soy un caso…) y el paciente padre, que era, en sí mismo, la viva imagen de Job, pasado por agua, eso sí, pero Job, al fin y al cabo. Quise abrazarlo, bebé de por medio, pero era tanta lluvia la que llevaba puesta en la espalda, que desistí de mi ataque de amor.

– Quiéreme mañana, vale, que hoy los abrazos me mojan los calzones… – Me dice.

– Hombre, dicho así… – Me río, tapándole los oídos al bebé.

– Dicho como quieras: me estrujas, y me caen gotas frías hasta la hucha, mismamente…

A lo dicho al comienzo de este post me remito: soy una Carnival Hater, pero con niños en casa, no hay odio que mil años dure. Y si dura, siempre será con cuello vuelto y panty de lana frita, que para eso ahora soy yo la madre que teme al rigor del invierno. El frío a mí nunca me molestó… hasta que fui mamá, claro

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