Noe Martínez/LIVING LA VIDA MADRE Sugerencia musical, MAQUÍLLATE, de Mecano
Once upon a time…
NICOLÁS: ¿Por qué haces eso, mamita…?
YO: ¿El qué, amor…?
NICOLÁS: Darte pinceladas en los ojos.
YO: Porque si no lo hago, no tengo ojos, sólo ranuras de hucha de bazar chino.
NICOLÁS: ¿En seriooooo, y cuántas moneditas te cabeeeeeen?
YO: Depende de lo hinchados que los tenga; hay días podría guardar todas las monedas de los bolsillos de papá.
NICOLÁS: Pero entonces, si parpadeas, ¿haces tilín-tilín?
YO: Eso hacía cuando era una chica y salía a bailar, ahora hago tolón-tolón, como vaca con cencerro…
NICOLÁS: Pues a mí me gustan las vacas, mamita…
YO: ¿Eso es un besito?
NICOLÁS: No, son dos…
El significado de morir de amor, queridos míos, debe ser algo muy parecido a esto. Cada mañana, o casi cada mañana, el mismo ritual. Yo me dibujo la cara (que no me maquillo, eso era cuando había base veinteañera que matizar), mi mayor asiste, maravillado, al proceso de lacado materno. Mientras el bebé se pregunta por qué nadie le deja chupetear la borla del colorete, yo me hago con siete minutos exactos para imaginarme que soy una bloguera de belleza, de esas que lo petan con tuturiales express en Youtube, dando consejos sobre cómo lucir como una Barbie girl en menos tiempo que te recortas un padrastro del dedo meñique. Lo sé, yo no soy bloguera, no soy una Barbie girl (si acaso, una Barbie Mature, harina de otro costal…), pero atesoro tanta y tanta experiencia pasada con el pincel, que podría maquillarme con más o menos destreza, aunque con la otra mano tuviese que conducir una aeronave, levantar ocho claras a punto de nieve o firmar la paz mundial.
Yo, cuando me pongo, me pongo.
Y tanto. Pero mucho, y con suerte tan dispar, que con sólo mirar el resultado final, cualquiera que se cruce conmigo, sabrá de qué pie cojeo (o de qué sueño carezco), con sólo reparar en la delicada y enigmática línea de Eye Liner que he trazado sobre mis ojos-ranura-hucha-de-bazar-chino.
Porque hay mañanas que, mientras me doy el lápiz sobre el párpado móvil, alguno de mis niños decide saltar al abismo desde el apoyabrazos del sillón. La altura no es como para tomar Biodramina, pero un buen h*stiazo se rifa, eso seguro. Rauda y veloz, a devengar en mi hedonismo hegemónico de 420 segundos de reconstrucción facial, me voy hacia ellos, presa del miedo a no llegar a tiempo. Y sin dejar de dar y dar y dar color al párpado mientras ando, llego justo antes de que se esnafren, desplegando eso que llaman alas de madre, y que, c-o-m-p-r-o-b-a-d-o, existen. Así pues, cual BatWoman, extiendo mis apéndices maternales, amortiguando la caída, evitando que alguno de mis pequeños se deje los dientes en el parquet.
Orgullosa de mi rescate, lápiz aún en mano, me voy hacia el espejo. Maravilloso, hoy pasaré el día con la mirada a lo Amy Winehouse: pintada a tizón. Podría pasarme un algodoncito con desmaquillante y volver a empezar. Podría, si tuviese tiempo y algodoncitos y desmaquillante. Valoro la posibilidad de difuminar (con el dedo mojado en saliva, claro está) el grosor de la raya de Khol, pero se me viene a cabeza el difunto de Chu-Lin, el oso panda del zoo de Madrid, y desisto. Pues eso, no, no, noooo, que cantaría la infausta de Amy.
Otras mañana, en cambio, todo parece fluir, los tipos estupendos que me han salido de dentro están bajo control. Nada parece indicar que vaya a acontecer un ataque nuclear por sorpresa, así que decido esmerarme en el delineado de cada ojo.
E, ilusa de mí, en lugar de asegurar un Make up básico y tener los dos ojos ready to go, ya después la floritura PRO, me dedico con ahínco al primero que me quede más a mano y me resulte más cómodo de maquillar. Generalmente es el derecho, porque veo mejor con el izquierdo (astigmatismo mata en mí). Noto como el lápiz se desliza feliz por mi párpado, y yo, más feliz aún, no puedo evitar acordarme de la escena de Pretty Woman, cuando Julia Roberts se está atusando de mujer elegante para ir a la ópera. Y cuando todo va que te c*gas, entra el mayor en el baño al grito de quemesalequemesalequemesale. Yo, con un ojo niquelado y el otro aún con las marcas de la sábana, pido compartir espacio: él haciendo su caca, yo dándole al pincel. Ni de broma, me dice, las cacas se hacen solito, que es mayor. Vale, tiene razón, quiero coger mi neceser para terminar aunque sea en el espejo del pasillo, pero no me deja: prisa inminente, nivel Troncho Va. Esperando a que termine sus cosas, miro el reloj y me doy cuenta de que tempus fugit: sin duda, hoy llegaré al trabajo a lo Rosi de Palma, con un ojo aquí y el otro allá. Genial, así todo el mundo gozará de mi picassiana belleza al natural, de mi mirada cristalina… y regordeta, con el párpado tan inflamado como una oreja de carnaval.
Pero las mejores, son aquellas mañanas en las que el bebé tiene el día absorbente: todo yo, todo para mí, todo conmigo y para ya. Desde que se despierta está roñando a escape libre. No puedo moverme de su lado si no quiero que los vecinos se yergan de sus camas, alarmados, con los pelos como escarpias de carpintero. Así que, me visto, me peino, me arreglo el jetamen en el salón, a dos centímetros de su trona, para que vea que no me marcho, que no hago nada más que estar con él.
Mis siete minutos transcurren a más velocidad que nunca, porque cada vez que cojo un algo para darme color, matizar o perfilar, mi compañerito de amor quiere saber qué es y, a lloro vivo, se empeña en que se lo deje. Y claro, el mayor, que es muy de culo veo , culo quiero, hace lo propio, y entre los dos me desvalijan el neceser, haciendo imposible cumplir plazos temporales, y los únicos siete minutos que tengo para esculpirme la cara y volver a ser alguien parecida a mí misma (tuve identidad propia, lo juro), se esfuman. Miro el reloj otra vez (siempre prisa, siempre corriendo, siempre tensión…), y sé, con rotundidad, que hoy sí perdemos el bus. Seguro. Cojo el rizador de pestañas para darle chispa a los cuatro pelitos-patitas de araña que pueblan mi párpado, y hago lo propio. Vale. Me dispongo a hacer lo suyo con el otro ojo, cuando se me cae al suelo y ello propia que el protector de silicona de una de las hojas del artilugio salga despedida. No hay tiempo para dar con la almohadilla, cosa buena sería… Así que, decido usar el rizador así, sin saber que, oh, lalalá, en cuanto lo presiono, me tronza de cuajo mis cuatro pestañas de miérdola. ¡Ay, mamá, allá van mis patitas de araña, con la falta que me hacían…! J*dida y dolorida a partes iguales, cojo a los niños, los subo en el coche, sabiendo que de allí a tres meses, que me crezcan de nuevo mis pelitos oculares, soy la viva imagen de la Naranja Mecánica. Mirada escalofriante, no digo más.
– Mamita, ¿los niños se maquillan? – Se interesa Nicolás, desde su silla del coche.
– Mnnn, no, generalmente no, no siendo que trabajes en el Circo del Sol – Le digo, mientras compruebo en el retrovisor si el bebé ha dejado de intentar comerse el cordón del tenis.
– Pues Damián de mi clase de 4, dice que su primo David de sesentamilaños se echa maquillaje en la cara, ¿qué te parece? – Me espeta, complacido con su cálculo mental al respecto de la edad del primo de Damián.
– ¿Y le queda bien, sin pegotes…? – Inquiero, curiosa.
– Pues sí, creo que sí… ¿qué te parece? – Ni sabe ni le importan un c*rajo los pegotes del maquillaje del primo de Damián, pero quiere saber qué opino de que los chicos se pinten.
– Me parece que si puede maquillarse y no se deja pegotes, es que no tiene niños… –
Suspiro. Suspiroooooo. Ay, que suspiro, digo. Aparco el coche y veo aparecer el autobús del cole, a toda velocidad, cuesta abajo. Felicidad superlativa, hay que ver con lo poco se conforma una cuando la vida diaria aprieta. Entusiasmada con la idea de quitar el CD de los Cantajuegos y poder escuchar el boletín de RNE, me dispongo a coger rumbo al trabajo. Me pongo el cinturón, enciendo el coche, bajo la solapa del quitasol, para mirarme en el espejito y…
– ¿¡Pero qué c*jones…!?
Ni Amy Winehose ni Rosi de Palma ni la Naranja Mecánica, aquella mañana había inaugurado un nuevo estatus: Mariquita Pérez, labio perfilado en marrón, pero sin rouge de relleno. Pues tal cual, echa una muñeca chochona de la época franquista, me pongo el mundo por montera, porque a fin de cuentas, quién ha dicho que la belleza natural no existe: ¡mis niños la tienen!
Y yo la comparto, aunque sea a base de risas y despropósitos. Por lo menos, aún no he ido a trabajar con los dientes pintados, cual sexagenaria en la cola del pescado del Mercadona, aunque, ¡dadme tiempo…! (Que lo tenéis, afortunados vosotros)
noemartinez.es
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