EL PLANETA DE LOS MONOS

Luis G. del Real

 

Zaius entró en el aula balanceándose de un lado a otro con una exageración que ni sus muchos años de práctica habían conseguido hacer pasar por natural. Sin embargo, compensaba aquel exceso con una abundante cantidad de pelo que le cubría tanto la cabeza como también gran parte de su cuerpo y que le confería el aspecto agorilado por el que se había ganado el mote de “lomo plateado”.

De camino a su mesa, no pudo menos que dibujar una sonrisa al comprobar que sus alumnos disfrutaban interaccionando unos con otros, como los pequeños monillos que se suponía debían ser: chillándose, subiéndose a los pupitres, tirándose cosas…

Sólo cuando sus ojos se posaron sobre Taylor, le cambió el rictus de la cara. “Taylor el rarito”. Aquel alumno era la espinita clavada en su, por lo demás, impecable trayectoria profesional y vital. Ni él ni el resto de sus compañeros habían conseguido arreglar lo que fuera que fallara en la cabecita de aquel niño estrafalario. Desde bien pequeño Taylor había sido diferente y, a pesar de todo el esfuerzo invertido para cambiarlo, nada se había podido hacer hasta el momento. Sentado en su sitio, con la espalda erguida de una manera que la gente hacía siglos que había abandonado, esperaba a que el profesor empezara su lección en lugar de disfrutar del momento como hacía el resto de sus compañeros.

-Sentaros, niños… Sentarse – pronunció Zaius sin levantar demasiado la voz, no fuese a ocurrir que alguno de sus alumnos se traumatizara por un grito inesperado.

Sus muchos años de docencia le habían dotado de una capacidad espontánea para saber tratar adecuadamente a sus chiquillos en cada momento. -Básicamente es dejarlos a su aire, que maduren a su ritmo, que aprendan cuando quieran y, entretanto, que se diviertan, que no se estresen, que sepan que son importantes y felices, ese es el secreto- solía repetir de manera impecablemente memorizada cada vez que alguien le preguntaba por la clave de su éxito.

-Sentarse- volvió a repetir poniendo, esta vez, más fuerza en el tono de su voz.

Ante la indiferencia de los alumnos, de nuevo la sonrisa sincera volvió a aparecer en su rostro.

“Esto sí es Educación”- pensó, mientras empezaba a recordar tiempos pasados.

-Si la gente quiere hablar como le dé la gana, ¿quiénes somos nosotros para impedírselo?- solía contarle su padre que había dicho su requetetatarabuelo, un miembro muy prestigioso de la Real Academia de la Lengua en tiempos ya muy remotos. Aquella pregunta había sido el principio de todo lo que vino después, incluida la desaparición de tan patética institución.

Su padre le decía que los demás miembros (en un principio reacios, como suele ocurrir cuando un visionario rompe con lo establecido) acabaron por apoyarle y, desde ese momento, el lenguaje incorrecto se convirtió por arte de magia en norma, eliminando de raíz un problema que la Educación no había podido solucionar hasta entonces.

-Si no puedes hacer que todo el mundo utilice la lengua correctamente, pues que la utilice como le dé la gana, ¡qué coño! – acabaron por convencerse todos.

“Cocreta, asín, haiga, fregoneta, malacatón, amoto, almóndiga, mandarina, iros…” ¡qué riqueza de vocabulario de repente!! Todo lo que se le ocurriera a alguien estaba bien… eso sí, siempre que fuese utilizado por la inmensa mayoría de la ciudadanía.

Un infinito abanico de posibilidades se abrió con tirar las normas de la lengua por el retrete. Si todo el mundo se expresaba correctamente independientemente de lo que dijera y cómo lo dijera, a lo mejor en las matemáticas, por ejemplo, podía darse el hecho de que “2 + 2 = 5”, o incluso de que “2 + 2 = 22”. Todo dependía exclusivamente de que la mayoría lo diese por bueno, ¡qué coño! Y lo mismo en las ciencias, o en la historia, o en todo… ¡Qué coño!

“¡Qué coño!” se convirtió en poco menos que un eslogan vital y, amparados bajo la fuerza de tamaña expresión, la gente empezó a decir y hacer lo que le daba la gana, como le daba la gana, donde le daba la gana y cuando le daba la gana. Evidentemente, eso condujo a que la humanidad, regida por la voluntad de una mayoría sabiamente reticente al mínimo esfuerzo, evolucionara hacia la sociedad perfecta en la que Zaius y sus conciudadanos habían venido al mundo, una sociedad en la que  no existía el esfuerzo ni el fracaso ni el error…

… excepto por Taylor. Su recuerdo hizo que volviera a pedir a los alumnos que se sentaran, esta vez más alto de lo que solía pedir las cosas -¡Sentarse!! – y, esta vez sí, los alumnos lo escucharon.

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-¡Sentarsus! – dijo uno.

-¡Que sus sentís! – dijo otro.

-¡Senteros! – aventuró un tercero, seguro de haberlo hecho fenomenal.

Y Zaius no pudo contener un rugido alegre de satisfacción al comprobar que, en su clase, los niños eran creativos como pocos.

-Hoy vamos a estudiar la siguiente frase- dijo mientras se daba la vuelta hacia la pizarra y escribía en la pared:

“El hombre solo queria un elado”

– Eso no es una frase, es una oración, lleva verbo… – replicó Taylor aceleradamente. – Además – continuó – , “quería” debería llevar tilde y “helado” se escribe con “h”.

– ¡BUUUUUUUUUU! – le abuchearon todos dándose golpes en el pecho.

– ¡Como sigas con esas tonterías, vas a conseguir que me enfade de verdad! – le espetó el profesor, encolerizado – ¡Esas cosas no tienen importancia. Lo importante es saber qué quiere decir!

-Que el hombre taba solo y que queria un elado – contestó Aurelio, uno de sus alumnos más aventajados.

-Que el hombre queria un elao i nada mas – rebatió Sira, otra de las mentes lúcidas de la clase.

– Podrían ser las dos cosas. Para diferenciarlas bastaría con haber puesto una tilde sobre el adverbio y distinguirlo así del adjetivo – volvió a interrumpir “el rarito”.

-¡Me cagontoloquesemenea! ¡Me tiene usté astalosgüevos! ¡Coja sus cosas y fuérase de mi clase! –explotó Zaius, provocando que los chiquillos se callaran y agacharan sus cabezas, pues sólo cuando “lomo plateado” estaba enfadado de verdad, se dirigía a los demás de “usté”.

Taylor no dijo nada más. Se levantó de su sitio apartando la silla sin hacer ruido, metió sus libros en la mochila y salió por la puerta, sin atreverse a mirar a su profesor pero firmemente humano, mientras se preguntaba por qué tenía que soportar aquello, por qué no había nacido en otra época, por qué el hombre se había vuelto tan primitivo, tan simio.

 

P.D.: A quien corresponda.

 

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