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Me encanta…!

¿Dormir? No, dormir ya mejor, ahora duerme mucho y del tirón, pero casi morimos todos de insomnio hasta que bebé entendió que por las noches son para soñar…

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, «Mencanta», de Antonio Carmona


Ahora que ya casi tengo superadas todas las etapas de aprendizaje de mi bebé (dejemos el pañal a parte, porque creo que Lorenzo está muy cómodo con su outfit a lo Ghandi), echo la vista atrás y no dejo de sobrecogerme con lo pánfila, lo sensiblona, lo miedica, lo cursi y lo exagerada que he sido a veces. Ya, ya lo sé, lo de ponerme etiquetas ahora, que ya tengo los pies en la arena seca de la orilla, queda un pelín autodestructivo, pero qué va, no va por ahí la cosa, sino todo lo contrario. Ahora que ya sé que un niño no puede no masticar para siempre, porque la naturaleza humana y el hambre hacen su trabajo, pienso en aquellos días de lágrimas desesperadas para que el angelito deglutiese, y se me siguen poniendo la dermis a lo pez globo.

– Doctor, es que cada vez que le acerco el tenedor, hay un drama… – Tengo tantas ganas de llorar, que de pensar en no hacerlo, lo hago a lo loco.

– Paciencia: terminará masticando, como todos… – Sin mirarme, porque si lo hace lo mismo tiene que mandarme a la planta de psiquiatría, a que pongan una camisa con lacitos y un embudo en la cabeza, sigue con la revisión a mi bebé.

– ¡Ca! Es que Lorenzo no es como todo todos. Ni siquiera es como su hermano: cada vez que intento que mastique, la cosa acaba como el rosario de la Aurora…

– Pues deje que él le pida: venimos diseñados para sobrevivir. Comerá… – Con el fonendo a modo de bufanda, nuestro pediatra se sienta a cubrir el librito de los percentiles, palabra que desconocía hasta que me convertí en mamá.

– ¿Y si no me pide? ¿Y si no come? ¿Y si no mastica nunca, jamás en la vida, hasta que le salga bigote…?

– Estoy metida en un bucle histérico; de hecho, yo soy el bucle más histérico de la historia.

– Señora, ¿cuántos días lleva sin dormir como Dios manda? – El pediatra, que a estas alturas del partido, con dos niños en cinco años, me tiene más que calada, me regala su mirada sabia y adusta.

– ¿Dormir? No, dormir ya mejor, ahora duerme mucho y del tirón, pero casi morimos todos de insomnio hasta que bebé entendió que por las noches son para soñar… – Hablo rápido, me atropello, como si me poseyera la locución del número de atención al cliente Movistar+.

– No hablo del niño, señora: hablo de usted… – El doctor suspira, se enjuga los ojos, apoya el mentón sobre las manos y me vuelve a mirar, no sé si con perplejidad o con pena, penita, pena. Sea como fuera, me mira, y eso me inquieta.

– ¿Yo, qué? – No sé de qué me habla, porque estoy sumergida en mi mundo de madre con déficit de auto atención. No sé si existe tamaña dolencia, pero yo lo tengo. Puedo saberme de memoria todas y cada una de las citas sociales + médicas + escolares de mis hijos, aunque otros muchos días tenga que hacer un esfuerzo para saber si me he peinado o no. Llámalo déficit de auto atención o a mí, ya si eso, que me adopte Amancio Ortega, porfi.

– Que cuántas noches lleva usted sin dormir como debe, señora – Espera respuesta, aunque en mayor o menor medida, ya la sabe.

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– Pues… – Echo cuenta con los dedos, y me faltan unidades – Pues no duermo bien desde Calvo Sotelo, creo yo…

– Hágame caso: en cuanto usted deje de preocuparse, el niño entenderá que todo es normal… – Y me hace un gesto de calma, que parece la coreografía de Despacito, de Luis Fonsi – Y duerma, aunque sea de pie, en el ascensor o tirada un banco de la alameda. Duerma.

– No puedo, creo que he mutado a Walking Dead, ¿no sabe, esos harapientos que andan así…? – Me levanto y hago el pánfilo. El ridículo, también, claro, pero Lorenzo lo recibe como un juego, y se ríe con redoble.

– ¿Ve? Cuando usted está relajada, el niño también lo está – El doctor se retrepa en su sillón, y mira la estampa bella, porque nada hay más bonito que mi hijo sonriendo (eso lo digo yo y un astronauta de la NASA, que seguro le ve los dientes blanquitos desde la estación espacial MIR).

– No le digo yo que no, pero bien que ve a su padre comer churrasco, y el tío no se tira a darle a la costilla… – Hago gesto cromañón, como si mis dientes fuesen eléctricos, y en las manos, una tira de carne y hueso. Bueno, bien pensado, también parezco un peruano tocando la flautilla con la que se arrancan ha versionar La Misión.

– Empiece con el plátano, que es más digestivo…

El pediatra se ríe y nos despida a pie de puerta, sin dejar de mirar a Lorenzo, que está sonriente y feliz, sabedor de que la visita ha terminado. Seguro de que una vez los arneses de la sillita de paseo están puestos, de allí a casa.

– Lorenzo, tienes que ser bueniño con mamá, que la vas a desgraciar de un miedo… – Y le da toca el pelo, como queriendo peinarle el flequillo. A lo que el bebé protesta, buscando cobijo en mis brazos.

– ¡Míamamá, hisió así en mi cabesitaaaa…! – El bebé se lleva la mano a la cabeza, y hace mohín de este tipo que huele a agua oxigenada qué se habrá creído.

– Fue una gracia, Lorenzo; el doctor sólo quiso ser simpático… – Le explico, sabiendo que no había mucho que hacer, porque mi pequeño es muy de ideas fijas.

– Nosimpático, eh, es mumalo… – Y mirándole a los ojos le dice – El plátano es caca. Mencaaaanta el potito.

– Ahí lo tiene: no mastica plátano porque le encanta el potito. Si no hay potito… – Ataja el pediatra.

– Si no hay potito, mamá no duerme; si mamá no duerme, no hay plátano… y así hasta que las ranas críen pelo, oiga…

Suspiro a todo lo que me dan los pulmones, que con el sujetador modelo súper Push Up-aprieta-esternón que llevo puesto, no es mucho, la verdad. A veces creo que las mujeres nos llenamos de un montón de infelicidades que nos lleva a creernos nuestra propia fábula (el Push Up empuja, si tienes; si no tienes, pues hipo y dolor de costillas, pero la misma talla y relieve, ojú…). En aquel momento de vulnerabilidad maternal, en la que la idea de que se atragantase con un grano de arroz me paraliza, vendería mi alma en Amazon, a cambio de la seguridad de que todo va a ir bien. Empujando el carrito del bebé, me pregunto cuántas vidas tendré que vivir hasta que mi hijo me sorprenda masticando, pero masticando lo que sea, que tampoco quiero que haga proezas nivel olímpico, bajándose una tableta de Antíu Xixona del duro, consistencia pirámide de Keops.

Un año después de aquella visita al médico, nos salimos del los parámetros de percentil (otra vez el palabro, ya les digo que es boomerang), y todo porque el angelito arrancó a masticar, y ahora me roe a mí por los pies. Come por mí y por sus compañeros, y si le dejo, se los come a ellos también. No hay mal que cien años dure, ni madre con mil inseguridades que lo resista. Un brindis por el sentido común, y una patada en el coxis a los conocidos que te asustan diciendo que tienen un amigo que tiene una prima que tiene un hijo que no comió nada sólido hasta que se fue a vivir con su novia, que le hacía unas pochas con almejas y langostinos, que lo dejaba turulato. Se confirma, pues, que los niños que no mastican porque a) no les gusta el menú o b) necesitan enamorarse de la cocinera. ¡Que empiece el festín…! ☺

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