El dinosaurio y la beata constreñida

Vicente Torres

El tipo se rió y al hacerlo pude observar que la estructura de su boca era como la de un dinosaurio. Pude ver más cosas. Su risotada estuvo exenta de emoción, era artificiosa y mecánica. No había en él ninguna señal de humanidad, ni de interés por el prójimo. Ni se le vislumbraba destello de inteligencia alguno, aunque no cabía duda de que se consideraba el más inteligente del mundo (ya se sabe que la inteligencia es lo mejor repartido que hay, puesto que todos están conformes con la que tienen). No cabía negarle, sin embargo, un gran dominio de las habilidades sociales (se le podía catalogar como uno de esos animales capaces de aprender, según la clasificación de Aldous Huxley), que le permitían vivir con gran comodidad. En resumidas cuentas: se notaba a la legua que se trataba de un bicho.

A su lado, o quizá enfrente, estaba otro individuo cuyo aspecto era el de una beata constreñida. Siempre tan educado y cortés. Siempre tan solícito. Durante más de diez años había sido así, presentándose como un amigo fiable e incluso deseable. Solícito, amable, comedido, sacrificado. Pero un día, sin que hasta el momento hubiera habido ninguna señal o indicio que lo anticipara, tan callado se lo tenía, vino la puñaladita, en la cual hizo intervenir a terceras personas, que no tenían nada que ver y que al darse cuenta se sintieron molestas. Fue puñaladita, en diminutivo, porque las únicas consecuencias que tuvo consistieron en un aplazamiento y en la pérdida (que no se puede considerar como tal) de una amistad.

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El dinosaurio también me hizo una, pero esta no era inesperada, sino que estaba dentro de su lógica, de la lógica de un dinosaurio, y no tenía ninguna intención de hacer daño, sino de quedar bien ante su clientela.

La moraleja es que no se puede uno fiar de los que tienen cara de beata constreñida, aunque lleven muchos años de fiel amistad, porque en sus adentros se puede estar acumulando, de forma callada, un odio cartaginés.

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