Tapar las vergüenzas

Susana Gisbert
Este verano, entre intentos de formar gobierno que aburren a las ovejas y logros olímpicos que nos dejan agotados sin levantarnos del sillón, una polémica se ha abierto paso. La del uso –o eventual prohibición- del burkini en playas y piscinas. Algo que parece nuevo y que es mucho más antiguo de lo que a primera vista resulta.

Confieso que ese atuendo no me gusta nada. Pero también hay otros muchos que no me gustan y no por ello han de prohibirlos. Porque si hay otra cosa que no me gusta nada es el uso de las prohibiciones. Necesarias en muchos casos pero, como todo aquello que suponga una limitación a la libertad, una herramienta que debe ser de uso restringido y justificado. Y dudo mucho que en este caso lo sea.

He dicho antes que la prenda en cuestión no me gusta. Y es cierto. Entre otras cosas, no me gusta porque priva a sus usuarias de algo tan delicioso como el contacto de la piel con el agua. Ni más ni menos que lo que les pasaba a nuestras bisabuelas, que se tenían que cubrir de los pies a la cabeza para disfrutar del hasta entonces prohibido placer de darse un chapuzón. Y no olvidemos que la aparición de aquellos primeros bañadores, con sus calabazas y todo, supondrían una liberación para ellas, acostumbradas a fajas, refajos y miriñaques.

¿Estamos legitimados para prohibir el burkini? Dudo mucho que se pueda imponer a otras nuestro particular sentido del decoro, porque también en nuestra “civilización” occidental tenemos nuestras propias reglas, no escritas, de lo correcto, heredadas de nuestra propia cultura, y que consideran que debemos cubrir determinadas partes de nuestra anatomía con uno –o dos- trozos de tela, por diminutos que sean en ocasiones. ¿Aceptaríamos de buen grado que una norma nos obligara a ir desnudos a la playa? ¿O a llevar solo gorra y calcetines, por ejemplo?. Ni que decir tiene que, además de lo grotesco que podría resultar, argüiríamos indignadas que tenemos derecho a cubrir o no nuestros cuerpos con lo que nos venga en gana. De hecho, así lo han hecho algunas deportistas, rebelándose ante un reglamento que las obligaba a llevar bikini y les impedía el uso de pantalón y camiseta.

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Y aún hay más. ¿Qué ocurriría si mañana mismo se presentara en una de esas playas una mujer vestida de clavariesa, teja y mantilla incluída, con una atuendo que tapa exactamente lo mismo que el burkini? ¿Saltarían las alarmas y se prohibiría el uso de vestidos de clavariesa en la playa? Desde luego que no. De hecho, las monjas solían ir a la playa con su hábito y su toca, y pueden seguir haciéndolo si quieren. Y es que si así fuera, la lista debería ser interminable, y se podría prohibir el uso de traje de lagarterana, de fallera, de monje budista o del hare krishna. Y hasta el de algunos trajes de neopreno, que cubren tanto como el burkini, o los gorros de baño de natación o aquellos gorros impagables con flores superpuestas que llevaban algunas señoras para que no se les estropeara el cardado.

Otra cosa es lo que el uso de la prenda suponga. Y que se les obligue a llevarlo sin posibilidad de elección. Eso sí sería grave, pero ese es un tema mucho más profundo en el que no parecemos dispuestos a entrar, que es más fácil quedarnos en la superficialidad de la vestimenta. Y quizás para quien lo use, suponga lo que para nuestras bisabuelas supuso el uso de los primeros trajes de baño. Y tal vez, solo tal vez, si entráramos a comprender su modo de ver las cosas y, sobre todo, a facilitarles la integración sin colonizar ni fagocitar su identidad, podríamos distinguir mejor las cosas.

Es curioso que nos empeñemos en ser más papistas que el papa. En imponerles nuestro modo de ver las cosas mientras miramos hacia otro lado ante la ola de islamofobia que se va abriendo paso en Europa. No todo consiste en el tamaño con que se tapen las vergüenzas a la hora de ir a la playa. Pero quizás sea el modo de tapar otra vergüenzas. Las nuestras propias.

@gisb_sus

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