¡Ni por todo el oro del mundo!

Antonio Gil-Terrón

Hace unos días un amigo me preguntó si renegaría de Dios a cambio de todo el oro del Mundo. Mi respuesta fue: – ¡Pues va a ser que no!

Mi contestación no fue debida a un acto de fanatismo religioso, sino a un acto reflexivo anterior, ya que esa misma cuestión ya me la había planteado hace bastante tiempo, hallándome en plena madurez moral e intelectual.

Y es que una cosa es creer y otra muy diferente, tener convencimiento. Las creencias son maleables y cambiantes puesto que se basan en informaciones externas al individuo y no en la propia experiencia.

Solo cuando una creencia está reforzada por la experiencia personal, el análisis y la reflexión, es cuando la creencia se transforma en convencimiento.

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La creencia supone que te cuentan una cosa y te la crees; así sin más. El convencimiento viene cuando experimentas la creencia en tus propias carnes, y te das cuenta que es cierta.

La fe es convencimiento, no creencia; porque en el convencimiento, a diferencia de la creencia, no hay sitio para la duda o la crisis de fe. Todo lo demás no es fe, sino tradición e inercia cultural, más o menos ataviada con toda una parafernalia litúrgica que a modo de muletas, sirve para apuntalar aquello que por sí solo se tambalea.

La fe no es más que la consecuencia inmediata de haber vivido la experiencia de Dios. Algo que a partir de ese momento, trastocará nuestra escala de valores, así como el orden de prioridades en nuestra vida, al ser conscientes – por primera vez – de qué es lo importante y qué lo accesorio. La revolución interior.

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