La historia interminable

Mi padre era la tabla a la que agarrarse cuando las cosas hacían aguas y los miedos infiltraban mariposas en la barriga

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

SUGERENCIA MUSICAL, ‘Never ending story’, BSO de La historia interminable

 

Y es ahora, cuando el calor aprieta, que, sin querer, la niñez aflora; como las cigarras en el estío incandescente, como el polo de limón de 25 pesetas, porque el cola se había acabo. Aflora, mi niñez y sus mulliditos recuerdos, igual que los tenderetes de carretera, camino a la soñada playa, en los que carretillos multicolor, las colchonetas hinchables, las sombrillas naranja-azul-naranja-azul-naranja-azul; mi niñez aflora, porque aunque ahora mamá, yo también fui niña a la que mimaron con esmero y dedicación relojera, para que un día como el de hoy, en el que me toca hacer las veces de todopoderosa cuidadora+compañerita de juegos+alimentadora non stop+donante de mimos por doquier, no repare en prendas ni agotamiento, porque, con naturalidad y desparpajo, recojo el testigo precioso de que criar no es una obligación: criar es un regalo.

Y es ahora, tiempo de piscinas locas, en las que los niños tienen inventiva selecta 2.0 para entretenerse, que se me viene a la memoria quien me enseñó a nadar, que no es otro que mi padre. Era el verano del 82, cuando toda la euforia mundialística y naranjitera, cuando supe que yo no estaba destinada para ser una deportista de natación sincronizada; no obstante, y agarrándome con fuerza a los hombros mi papá, surqué medio océano y un mar azul de cariño infinito. Él, sin duda nadaba; yo, con mucho esfuerzo y mil de inseguridades, le daba a los pies, como una lancha motora. Pero ahí íbamos los dos, como ballena y cachalote. Porque él era la tabla a la que agarrarse cuando las cosas hacían aguas y los miedos infiltraban mariposas en la barriga. Nadar, lo que se dice nadar, no era, pero como el primer pintor impresionista, que decidió dar puntadas con el pincel y no arrastrar la pintura burdamente, esas fueron las bases.

Reitero, nado como un bloque de cemento armado, aún así, en el cajoncito de mis recuerdos, noto como el agua me envuelve, a lomos del corcel blanco. Allí íbamos los dos, el manejando y dirigiendo, yo sujetándome con fuerza, porque él aseguraba podía salir una sirena en cualquier momento. O un tiburón desnortado, preguntando si iba bien para Finisterre. Era papá, mi papá, y así de maravillosa es la mente, que puedo ir y venir a su presencia y cuidado cuantas veces quiera y necesite, cuando quiera sentirme, como entonces, el cachalote seguro a lomos de su ballena matriz.

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Las tardes de verano se confunden a menudo con las noches incipientes, y nada más suculento para un niño que desafiar a los horarios, las normas y los ‘a la cama ya, que mañana hay que madrugar’. Tarde noches de calle, pandilla y bolsa de pipas, con mamá saliendo a la puerta de la taberna de la abuela, a preguntar si estaba todo bien, y recordarnos que ni se nos ocurriese acercarnos a la carretera. Ese momento espectacular en que ella asomaba, tan chica pero tan mujer, tan ser hermoso por dentro y por fuera, con sus envidiables piernas morenas, enfundadas en un mini short vaquero y unas alpargatas anudadas al tobillo, que provocaba que todos mis amigos se girasen, atrapados por su magnetismo real e idealizado. Ella, un arrebato de amor y locura, de risas y compostura, de saber llevar y dejar espacio.

Ella, tan de cuidar y dejar que pensases que eras tú la que te cuidabas. Ella, mi mamá, que era un poco la mamá de todos los que se le acercaban, porque ese algo tan particular, esa luz tan suya, era la nube de nata y fresa que todos los niños querían para sí. Así que, cuando después de un rato jugando a ser salvaje en la acera que aun despedía calor, oír la voz de mamá, recordándote ‘yo siempre vigilo, beibe’, era maravilloso. El recuerdo de verla aparecer, por mucho que su visita fuese esperada, generaba delirio colectivo, y todos acudíamos a contarle las mil y una cosas importantísimas que nos habían acontecido en los últimos diez minutos. Era mamá, fábrica de amor de un solo molde, porque ella sólo sabe hacerlo de una manera: a lo grande y sin tabiques.

Es ahora que mamá que me doy cuenta de que los veranos son, sin duda, un arma de doble filo, porque por muchas actividades extraescolares distinguidísimas, por muchos deportes aún por inventar a los que anotes a tus minitús, por muchas fiestas de cumpleaños que organices, en las que te dejas la vida y medio sueldo (o un sueldo entero, ya puestos), la mente de un niño es muy gourmet. Es probable que todos los esfuerzos materiales por demostrarle tu cariño y dedicación a manos llenas durante el curso escolar, se queden solapados en su cabecita loca por aquellas tardes de verano, en las que papá los enseño a nadar, y mamá le recordaba que las avispas no se tocan, la gorrita es imprescindible y sus cuitas al respecto de ‘cómo eres tú tan guapo, a ver, cómo demonios eres tú tan guapo’. Ahora que soy yo la que tengo el testigo de formar y amar a seres diminutos que serán los hombres de mañana, sólo ansío que, al igual que yo, tengan un rinconcito en el que sentarse a respirar y lamerse las pupas cuando la vida les dé un capotazo y se les llenen los morritos de arena de albero.

– Nena, ¿qué escribes…? – El paciente padre, me besa la cocorota, mientras lee por encima de mi hombro lo que llevo teclea, que te tecleará un buen rato.

– Nada, amor, la historia interminable… – Me dejo besar y aprovecho para buscar cobijo en sus manos grandes.

– Entonces, pequeña, es que escribes sobre nosotros.

Llámale serendipia, conexión, comunicación de hermanos siameses. Llámale amor, que seguro que aciertas. Es verano, papis, no se olviden de hacer historia en la vida de sus niños. La infancia feliz es el mejor de los regalos. No hay herencia mejor, palabrita Jesus Child…

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