Tengo que acabar con ese tipo

Enrique Arias Vega /Relatos sorprendentes

Hasta hace unas semanas yo era una persona feliz.

No me había dado cuenta de ello, seguramente porque nada amenazaba esa plácida felicidad. Pero sí que lo era. Aún seguiría siéndolo, si no fuera por la serie de acontecimientos terribles que comenzaron a ocurrirme aquel día.

Probablemente no hace falta mucho para gozar de la felicidad: tener un buen sueldo en el departamento de marketing de una multinacional, un piso céntrico con una asistenta que viene a arreglarlo todos los días y ningún compromiso sentimental que dure más de una noche, o dos, a lo sumo.

Sé que incluso me envidian en la oficina. “Anselmo —dicen—, ése sí que sabe vivir: soltero, con un coche deportivo y todas las mujeres que quiere a su disposición”. Circulan rumores, alguno exagerado, como que me ligué a Vicky, la secretaria del director general. Bueno, la nuestra no fue exactamente una historia sentimental, pero he dejado que siga el rumor porque me facilita nuevas conquistas.

El primer síntoma de que algo no marchaba bien fue cuando descubrí que me seguían. Bueno: no fue exactamente un descubrimiento, sino una percepción. Percibí que alguien me espiaba, para ser exactos.

En lo primero que pensé fue en algún marido celoso. Acababa de tener una relación esporádica con una mujer casada que conocí en unos grandes almacenes. La gente no sabe las relaciones que surgen yendo de compras. Si los hombres lo supiesen, frecuentarían más las tiendas, en vez de dejar esa tarea a las mujeres. Por eso pasa luego lo que pasa.

Yo había creído, por consiguiente, que sería el marido de Clara. O alguien a quien habría contratado para vigilarme. No descubrí a nadie, digo, sino que fue una percepción continuada: al aparcar el coche, cuando entré en el portal de casa… La situación continuó al día siguiente, incluso cuando hice un alto de menos de una hora al mediodía para almorzar.

No tuve miedo, si les interesa saberlo. Sólo aprensión. Con treinta años y una vida entera haciendo deporte, uno no tiene miedo. Al menos, miedo físico.

Supe que no era el marido de Clara porque la persecución continuó durante el transcurso de otras dos brevísimas relaciones que tuve con sendas mujeres en los días siguientes. Incluso, en una ocasión noté la presencia corporal del perseguidor mientras miraba el escaparate de una tienda. Al girarme sólo vi la espalda de alguien que desaparecía rápidamente por la esquina de la calle.

El asunto fue a más.

Noté en mi propia casa que objetos de uso personal exclusivo estaban cambiados de sitio. Eran modificaciones sutiles, si se quiere, pero modificaciones al fin y al cabo. Hasta mi cepillo de dientes apareció húmedo una noche, al llegar a mi apartamento, como si alguien hubiese acabado de usarlo.

En la calle, el acoso se hizo aún más evidente. El intruso ya no se recataba en evitar el ruido de sus pasos. En ocasiones percibía su sombra por encima de mí. Lo peor sucedió cuando comencé a verlo físicamente. La primera vez fue su espalda. Acababa de darse la vuelta al notar que yo giraba rápidamente sobre mí mismo. Le grité:

—¡Eh, usted! ¿Qué pretende?

Había mucha gente entre nosotros, pero aun así pude contemplar fugazmente su rostro cuando giró a medias su cara sin dejar de marchar en dirección contraria.

El impacto que experimenté cortó en seco la carrera que había iniciado hacia él. Jamás nada me había impresionado tanto. Estaba estupefacto. Mientras me miraba en escorzo, al pretender huir de donde yo estaba, dibujó una mueca burlona en su rostro. Y resultó que su cara era igual a la mía. Al menos, ya me lo pareció entonces. Como si fuéramos siameses. De la impresión, quedé clavado donde estaba. El otro desapareció.

Puede parecer increíble; incluso, que sea objeto de mi imaginación, por la obsesión que tenía con la persecución de que era objeto. Pero no: lo había visto clarísimamente.

Ese suceso afectó negativamente a mi trabajo: comencé a tener despistes, a padecer falta de concentración. Sobre todo, cuando lo vi de frente, a la salida de la oficina. Estaba al otro lado de la calle y ya no se ocultaba. Nervioso, fui a tomarme una copa en un bar y al poco mi perseguidor ocupó el extremo opuesto de la barra. Pude observarlo con más detenimiento. Era igual a mí: edad, estatura, complexión, forma de vestir… Noté, incluso, que hacía gestos y movimientos corporales que me eran inquietantemente familiares.

Antes de que pudiera abordarle —¿me hubiera atrevido a hacerlo?—, el tipo aquél pagó su consumición y se fue. No sabía si seguirle o no, así que me quedé paralizado, dudando.

Al día siguiente volví a verle: estaba en un coche al lado del mío en un semáforo. Arrancó rápidamente, con un acelerón de su BMW, riéndose.

No sabía qué me fastidiaba más, si la persecución en sí misma, si no saber qué pretendía ese individuo o el que estuviese siempre como mofándose de mí. Llegué incluso a cruzarme con él en el hall del edificio donde estaba mi oficina. Lo bueno del caso es que yo parecía ser el único en haberse dado cuenta de esa persecución, esa coincidencia o lo que fuera.

Pregunté a Susana, la recepcionista:

—¿No has visto últimamente por aquí a un primo mío clavadito a mí? —Lo del primo se me había ocurrido para no tener que dar más explicaciones que, a lo mejor, no habrían parecido convincentes.

—La verdad es que no. ¿Tienes un primo que se te parece?: pues debe ser una monada de hombre, dale mi número de teléfono.

Tampoco tuve más suerte con otros compañeros de trabajo, ni en el gimnasio, ni con los vecinos de mi casa con los que tenía más confianza. Nadie parecía haberlo visto.

En cambio, yo no hacía más que cruzarme con él. Sin poder abordarle, sin conseguir hablarle. El hombre era esquivo. Casi evanescente.

Una nueva preocupación comenzó a ocupar el sitio que hasta entonces llenaba el sinsentido de la persecución que padecía. ¿Y si todo no fuese más que un producto de mi imaginación? ¿Y si me estuviese volviendo majareta?

No. Imposible. Yo soy un individuo equilibrado, sensato, sano, sin ninguna tara. Aun así, ¿quién sabe? Algún día podría ser el primero en comenzar con síntomas raros, como éstos.

Acudí a un psiquiatra. Lo busqué en el listín telefónico. Elegí al que ocupaba más caracteres en la guía: será el mejor, me dije, no pierdo nada con probar.

—O sea, que nunca ha hablado con él… —comentó el médico, tras oír mi relato.

—Efectivamente.

—Y dice que se ríe de usted…

—Así parece —le contesté, sin comprometerme.

—Puede que no sea más que una simple coincidencia —dijo el psiquiatra, como queriendo relativizar el asunto—. ¿Usted qué cree?

—No es ninguna coincidencia. El tipo ese me está provocando.

—¿Y por qué ha acudido usted a mí y no a la policía?

Me quedé callado. Confuso. No tenía muy claro, en realidad, por qué estaba allí ni cuáles eran mis sentimientos concretos hacia el intruso que había irrumpido en mi vida.

—No sabría qué decirle a la policía —acerté a contestar, al fin.

—Dígale lo mismo que a mí.

Resultaba odioso aquel aplomo del médico. Sus respuestas lineales. Su falta de imaginación, de calor humano o qué sé yo que echaba a faltar. Tras una monótona sesión en que no hice más que repetirle varias veces mi historia, quedé en volver a verle al cabo de una semana, aunque no estaba muy seguro de querer hacerlo.

Al salir, acudí a mi cita con Mónica, la manicura del gimnasio al que iba con frecuencia y con la que había tenido ya unos escarceos particularmente gratificantes. Aquella noche estuve torpe haciendo el amor, aunque Mónica no formuló ningún reproche. Abandoné pronto su piso y me acosté en el mío para entrar sin querer en un mundo de sueños amenazadores e ingratos, dando vueltas en la cama y despertándome bañado en sudor.

A última hora de la mañana, me llamó a la oficina un compañero del gimnasio:

—¿No sabes la noticia?

—Supongo que no, porque en otro caso no me llamarías —le contesté, desabrido, con el mal gusto de la noche aún en mi paladar.

—Se trata de Mónica, la chica de la manicura, la que tiene un culo precioso, ya sabes…

Me puse alerta. ¿Qué le pasaba a Mónica?

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—La han encontrado muerta en su casa, degollada. Me lo acaba de contar Antonio, el periodista.

Colgué en teléfono, incapaz de articular palabra. ¿Muerta? ¿Mónica? ¿Por qué? Un sudor frío comenzó a recorrerme el espinazo, a humedecerme la rabadilla. ¿Cuándo ocurrió? Y, sobre todo, ¿quién haría semejante barbaridad?

Me fui a casa. Compré un periódico en el quiosco de la esquina pero aún no venía nada sobre el suceso. El quiosquero, un tipo campechano con el que a veces intercambiaba chistes, me había mirado con preocupación:

—¿Le pasa algo? No le veo buena cara.

Contemplé mi rostro en un escaparate próximo y observé mi semblante desencajado. Lo peor no fue eso. Lo peor fue ver por encima de mi hombro la faz de mi clon, sonriendo cínicamente. Me di la vuelta, con menos energía de la habitual, pero no pude encararme con el tipo aquel porque de inmediato dejó caer algo en el suelo y comenzó a alejarse de allí. Instintivamente miré hacia la acera y vi en ella un cuchillo. Ensangrentado.

Era absurdo. Todo era absurdo. ¿No es verdad, Fermín?, quise preguntarle al vendedor de prensa. No pude hacerlo porque yacía doblado sobre el quiosco, componiendo una grotesca figura de la que goteaba abundantemente la sangre. ¡Cielos! ¡Estaba muerto! ¡Completamente muerto!

Me entró un pánico total, que no dejó sin ocupar ningún resquicio de mi cuerpo. Supe que estaba corriendo porque al cabo de unos minutos me paré jadeante, agotado. Me había orinado encima.

Creo que ya he dicho que soy un tipo que no se deja amilanar fácilmente. Incluso, me creo capaz de enfrentarme físicamente a cualquiera. O casi a cualquiera. Pero en aquel momento me sentía como un muñeco de trapo, inarticulado, sin energía alguna.

Me encerré en casa. Aterrado. Intenté recapitular los acontecimientos que veía lejanos, como en una película que estuviese protagonizada por otro. Recordaba que en mi alocada carrera me crucé con varios transeúntes. Contemplaba aún sus rostros llenos de asombro. También hubo gritos. A mis espaldas. Alguien gritaba pidiendo socorro. Otras voces decían:

—¡Al asesino! ¡Al asesino! ¡Que se escapa!

Lo más horrible de todo era que esas voces se referían a mí.

Me encontraba sentado al borde de la cama y las manos me temblaban. Al mirarlas, observé estupefacto que mi mano derecha tenía una gota de sangre reseca. ¿Cómo había podido manchármela?

Intenté recordar si en algún momento toqué el cuerpo del quiosquero para comprobar qué le había pasado. No lo sabía. A lo mejor había cogido el cuchillo, cuando lo vi en el suelo…

La sola hipótesis me espeluznó. Yo, cogiendo el cuchillo… Yo, con el cuchillo en mis manos… Yo, acuchillando a Fermín…

No, no, no. Alguien quería volverme loco, pero no era posible. Yo no tuve nada que ver con la muerte de Mónica. Cuando me fui de su casa quedó durmiendo plácidamente, como la otra vez que hicimos el amor con anterioridad. Y Fermín… Fermín… Yo estaba allí, hablándole. Sólo me había distraído unos segundos, para mirar mi semblante en aquel escaparate. Entonces apareció el otro. Y Fermín cayó muerto. Bueno, el otro no apareció exactamente, sino que lo vi en la cristalera de la tienda. Cuando me giré sólo tuve ojos para el pobre quiosquero, así que no vi a nadie más.

Pero, ¿a quién quería engañar? Estaba solo en el cuarto. Hablando conmigo mismo. Diciéndome que yo no era un asesino ¡Un asesino! ¿Pretendía engañarme a mí mismo? ¿No sería lo mío una paranoia brutal? ¿No estaría, simplemente, volviéndome loco?

Entonces fue cuando sonó el timbre.

– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

Ahora me toca a mí proseguir con el relato.

Llamé a su puerta. Sabía que estaba volviéndole loco. Quizás aún era demasiado pronto para zanjar aquel asunto, pero me apremiaba el tiempo. Así que fue justo entonces cuando llamé al timbre.

Al principio sólo hubo un silencio espeso, como premonitorio. Al rato oí unas pisadas amortiguadas por la distancia, la moqueta o el miedo, que todo podía ser. Oí su voz familiar, acuciada por los nervios:

—¿Quién es?

—Ya sabes quién soy. Y sabes también que tengo la llave de tu apartamento. Abre, pues, tranquilamente para que hablemos.

Oí su respiración rápida, desacompasada. Probablemente se había apoyado en la puerta, agavillando fuerzas para atreverse a franquearme la entrada. Tuve que insistir:

—No intentes demorar lo inevitable.

—Pero, ¿quién es? —repitió débilmente, con la tenue esperanza de que no fuese a ocurrir lo que temía.

—Soy tú mismo. Ya sabes. Ya me has visto.

—¿Qué quieres?

—Que nos encontremos los dos, por fin, de una vez.

Con la falta de voluntad de un condenado abrió la puerta. Sin dar un paso ninguno de los dos, nos miramos de hito en hito. Él me preguntó, como si yo tuviese la respuesta:

—¿Estoy loco?

No estaba loco, sino aterrado, hundido, anonadado. Si hubiese conservado su compostura habitual, si hubiera mantenido la lucidez que siempre lo había caracterizado, habría observado que yo no era él. Ni siquiera resultábamos exactamente iguales. Yo soy algo más alto. Menos fornido, por la falta de ejercicio. Él en cambio, tiene unas incipientes patas de gallo en los ojos y un ligerísimo tic en la comisura derecha de la boca. Pero los últimos acontecimientos habían abotargado sus sentidos; estaba entregado a la fatalidad y hasta a la muerte. Así que lo maté.

No tuvo tiempo de darse cuenta. Fue una acertada puñalada al corazón.

Luego vino lo más complicado de todo: adecuar el escenario, preparar el atrezzo, escenificar en definitiva su suicidio.

A mí me detuvo esa misma tarde la policía en su despacho. Había ido a su oficina, había ocupado su lugar, había saludado a sus compañeros y había hecho su trabajo. ¡Llevaba tanto tiempo espiándole! ¡Conocía tan al dedillo su existencia!

Pero la policía me detuvo:

—Necesitamos su colaboración —me dijo muy educadamente uno de los dos tipos que vinieron aquella tarde— para esclarecer la muerte de dos personas que usted conoce perfectamente.

—No tengo inconveniente. Pero, si no le importa, podríamos pasar primero por mi casa para cambiarme de ropa, porque me he manchado mi camisa de tinta —y se la enseñé.

No les hizo gracia, aunque lo aceptaron con sendos bufidos.

Al llegar al apartamento quedaron estupefactos, como dos boxeadores que deambulan sonados por el cuadrilátero tras encajar un directo a la mandíbula. Allí estaba yo, no yo, sino él, muerto y con una carta a su lado escrita de su puño y letra, es decir, de los míos.

Explicaba que siempre me había odiado a mí, o sea, a él, porque tenía envidia de mis éxitos profesionales, amorosos, sociales… y que por eso había querido ocupar mi vida, que era la suya, matando a la gente que tenía relación conmigo. Pero luego, al darse cuenta de qué horrible era lo que había hecho, decidió quitarse la vida, dejando esa carta explicativa.

El conserje del edificio, mi secretaria, los compañeros de trabajo, el psiquiatra… confirmaron que hacía tiempo que me preocupaba el sentirme observado y perseguido por un presunto sosias. Ninguno lo había creído hasta entonces aunque, mira por dónde, era verdad.

Todos coincidieron, también, al tratar de identificar a ese cadáver de rostro cerúleo y con el rictus desagradable de la muerte prematura y súbitamente sobrevenida, en que no le habían visto nunca y en que, a pesar de parecérseme bastante, a ninguno de ellos les hubiese dado el pego si hubiera tratado de suplantarme:

—¡Ni de coña! —sentenció rotundamente Vicky.

Este cuento pertenece al libro antológico Nada es lo que parece (ENRIQUE ARIAS VEGA.- Ediciones Beta III Milenio.- Bilbao.- 2008.- 211 páginas.- 15 euros).

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