Entretenimiento

La sala de espera

Noe Martínez / LIVING LA VIDA MADRE

Los miedos y sustos por procesos que, a priori, tú has vivido y, por ende, sobrellevado, se convierten en tus minitús en el drama existencial…

SUGERENCIA MUSICAL, Chico tienes que cuidarte, de Hombres G

Nunca rinde tanto un invierno como cuando hay niños en casa, porque los mocos, las fiebres, las toses espeluznantes y los virus de estómago (que sólo dan mala vida por la noche, que la cosa es no dejar dormir a propios y extraños) campan a sus anchas en la intimidad familiar. Los miedos y sustos por procesos que, a priori, tú has vivido y, por ende, sobrellevado, se convierten en tus minitús en el drama existencial. Tan pequeños tus niños, tan dependientes, tan adictos a tus sana, sana, culito de rana, que cuando ni sana ni culito ni rana, te sientes una especie de fraude, de mago de circo de medio pelo, que deja más que claro que al conejo blanco le apetece tanto meterse en la chistera como a ti hacerte la depilación láser en las ingles.

Fruto de esa relación indecible con el termómetro y el jarabe de ibuprofeno sabor a mandarina farisea (el laboratorio farmacéutico no probó una en su santísima vida, palabra…), son las visitas al pediatra y sus larguíííísimas jornadas en la sala de espera, a rebosar de querubines rubicundos, con mejillas que están diciendo un grado más de fiebre y entro en ebullición. El caso, es que esos espacios reducidos en los que hay que convivir largas horas sí o sí, los padres nos convertimos en espías rusos, siempre atentos a la tos/estornudo/baba/anuncio de pañal sucio del vecino pachucho. Como si nuestra mirada fulminante fuese capaz de neutralizar una miasma ajena…

– ¡Bebé, ven, cariño…!

Y el bebé no viene, que para eso es un bebé; y yo me pongo loca como las cabras de Heidi al ver que quiere llevarse a la boca un qué sé yo de plástico que, previamente, ya ha chupado el niño que tenemos al lado.

– ¡Lorenzo, amor, ven que te doy gusanitos…!

Oh, oh, oh. Y como si hubiese dicho que le voy a dar un chupito de fino Santa Catalina, toooooodos los papás/mamás de la sala de espera se giran, mirándome fijamente. Antes de tener niños, no sabría interpretar esas miradas biónicas, perforándome a quemarropa; pero ahora sí. Soy capaz de entrar en cada una de esas cabezas tensas, cansadas y con déficit de sueño desde ni se sabe. Cada uno de esos padres que está luchando por no morir de un ataque de ciática en la silla de formica de m*erda de la sala de espera, se preguntan si no podría haberme ido al hall y dar allí rienda suelta a lo que, sin duda, debe ser el pecado más mortal e impenitente, que sólo podemos cometer las madres tan amantísimas como imperfetas: dar gusanitos a un bebé. Qué irresponsabilidad, qué locura de conservantes y saborizantes, qué exceso de sal y grasas saturadas. Caca, culo, pedo, pis. Todo yo, que sí, como si lo viese.

– Pero tenemos que ofrecerles a los niños antes, Lorenzo, que también están malitos y seguro que les apetecen unos poquitos…

Como mi bebé sólo tiene sentido de propiedad cuando su hermano mayor le quita el móvil de mamá, en el que se ve en bucle a sí mismo, protagonizando vídeos caseros en los que está seguro merece el Goya al mejor actor revelación, le parece una idea como otra cualquiera, siempre y cuando antes le dé uno a él. Así que, abro la bolsa bajo la inquisitiva mirada de los adultos de la sala de espera. Sé del momento incómodo en el que me meto, porque no es la primera vez que domestico a mi hijo pequeño con aquel aperitivo aparentemente inofensivo. Pero, al contrario que yo, que ya digo que, entre las madres imperfectas, debo ser el parangón, los padres de aquel recinto cerrado, a rebosar de virus, bacterias y vete tú a saber qué, ven en mi actitud un algo digno de mascullar un hay que ver, hay que veeeer…

– ¿Quieres unos poquitos…? – Le digo con cautela al niño que tenemos al lado, con el que compartimos reposabrazos y medio asiento (el culo de su mamá es de los que invaden espacio vital).

– ¡No, no le gustan, gracias…! – La madre, mucho antes de que la manito del pobre niño llegase a alcanzar lo que le ofrezco, lo cambia de pierna, para que no pueda hacerse con el botín. Al niño no sólo le gustan los gusanitos, sino que se comería la bolsa entera, aprovechando la sal que queda en el fondo. No me cabe duda.

– Ya, ya veo, ya… – Me hago la gilipinchi, porque ya digo que me sobran horas de vuelo – Si cambias de opinión, y te empiezan a gustar hoy mismo, pequeño, no dudes en pedirnos, eh… – Bromeo, sin mucho quórum.

– ¿Y a ti, te gustan, guapo…? – Un padre, que más que bufanda lo que le había puesto al niño era una mordaza, me sonríe, sin saber muy bien qué decir.

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– Nunca le dimos, pero como no está su madre, no sé si los puede comer…

Pobre hombre. Aquel ataque de inusitada franqueza, tan a la buena de Dios, sabiéndose el brazo armado de la que entiende de niños: su mujer. Por la apariencia, aquel papá debía tener mi edad, por lo tanto era de la generación de los coches familiares sin sillita de niños, de tardes de juegos con las bolitas de mercurio de los termómetros rotos, de métete en la cama con tu hermano, a ver si pasáis los dos la varicela al mismo tiempo, y por experiencia sabría que los gusanitos n-o  p-o-d-í-a-n  ser nada grave, nada nocivo: el maíz, por muy transgénico que fuese su origen, no suponían una de las siete plagas. No obstante, se metió su normalidad y pasado como niño de los 80’ en el bolsillo de su cardigan, rechazando mi oferta, no fuese a ser que alguien le vaya a su señora con el cuento, y ríete tú mal viaje del hombre bala del circo Price.

– Sí, claro, mejor prevenir… – Itero: estoy de vuelta y media de padres que me quieren educar y/o que me juzgan por tratar a mis niños con normalidad, así que, me hago la sueca super blond – La bolsa es grande: si os animáis, aquí estamos.

Me dirijo al niño talludito que tenemos enfrente, que viene con su abuela. Está claro que catarro no tiene, porque está tan pincho. Buen color, ojeras cero patatero, manos en los bolsillos, espatarrado perdido en el incómodo asiento de casi madera. Sé que no va a querer gusanitos, pero no por tóxicos y delictivos, sino por infantiles. Aun así, ofrezco.

– Chicazo, ¿te apetecen unos gusanitos, para volver a la infancia sin querer…? – Sonrío, dejando que Lorenzo meta sus manitos en la bolsa, porque una cosa es ser generoso, y otra, tonto: allí hay mandanga, quiero mandanga. Todo él, actitud.

– ¡Qué va a querer…! – La abuela se limpia los mocos en un Kleenex mentolado, que perfuma la sala de espera – Este carajo cosas sanas no ha comido nunca: si fuesen Bollycaos de esos o palmeras de chocolate, a pares. Pero gusanitos, jamás…

¡Acabáramos! Para aquella abuela maravillosa, tan made in Galicia, con su falda de media pierna, su permanente apretadita, su bolso casi vacío, sus medias tupidas (los panties de 80 Den. son un escudo anti misiles) y su sorna autóctona, veían en los gusanitos un pasatiempo sano. Aquella buena mujer, con idéntico perímetro torácico que sensatez, sabía a ciencia cierta que criar en la normalidad, sin tiranía, sin excentricidades, sin pánico alimentario, sin dictadura emocional y nueva locurita educacional era posible. No digo yo que fuese buena o mala madre, que quién soy yo para un juicio semejante, sólo digo que, cuando el sentido común llega, los disparates se convierten en ridiculeces.

Toooooda la sala de espera nos miraba. Sin duda, aquella abuela y yo éramos las nominadas a abandonar la casa. Si quieres votar para que salga expulsada Noe Martínez, envía un SMS con el texto QueTeCarguen al número que sale impreso en pantalla, gracias. Si quieres votar para que salga expulsada la abuela, envía un SMS con el texto CrianzaVintage al número que sale impreso en la pantalla, gracias.

De repente, el papá que no sabía si darle o no gusanitos a su hijo, porque no los había probado y su mujer no le había dejado instrucciones al respecto, mira a su pequeño, al que se le caen los ojitos mirando la bolsa de aperitivo de maíz. Se levanta, con el pequeño de la mano, y le dice a mi bebé:

– Venimos a pedirte unos poquitos, ¿nos das…?

– Te damos unos muchitos, ¿a que sí, Lorenzo…?

Y allí estábamos, en sacro santa cofradía, echando la mañana del domingo, la mamá tejón (bigote y mofletes, casi tantos como ira al hablar), la abuela libertina (bollycao + palmera chocolate), el padre valiente (mamá is out of town), la madre imperfecta (es decir yo, atribúyanme todo lo que quieran, seguro que alguna vez también metí la pata en eso…) y…

– ¿Lucas López…? – La enfermera dixit. El nieto-chicazo se levanta, sin decir ni pío – Acompáñame a urología, que ya le está esperando el médico.

…y el casi adolescente con fimosis. ¡Vaya cuadro de las lanzas!

Cada uno con lo suyo, con más bien poca intimidad y con ganitas de irnos a casa, aunque fuese a ver por enésima vez un capítulo de la Patrulla Canina. Nunca antes de ser mamá tuve tantas ganas de que la primavera llegase, aunque fuese tan de mentirijillas como la del Corte Inglés. Invierno, vete ya, hombre, vete ya…

 

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